Por estos días converso mucho con adolescentes que se acercan al momento de la decisión sobre qué hacer con sus horas después de terminar el nivel educativo secundario. Y me encuentro con algunas caritas entusiasmadas, contándome lo que imaginan para sus nuevos estudios o trabajos. Hay nuevos desafíos, aire fresco, excitación por la experiencia de probarse en nuevos espacios.
También hay otros casos, menos luminosos. Los chicos que han venido “estando” en clases, “pasando” días y años por la escuela, y solo esperan llegar con el impulso al diploma que certifique su secundario completo. Como los llamó Howard Gardner, uno de los primeros estudiosos de las inteligencias múltiples, son los transaccionales: hacen lo mínimo y sólo estudian por el título; después, en su trabajo cumplen lo justo por el sueldo, siempre limitando su interés y dedicación. Son mediocres en todos lados.
Qué pasa si en algún momento esta actitud toma a los del primer grupo?. Si la visión vocacional se reduce a pensar en términos de trabajar en lo que se están preparando?. Tener una aptitud técnica y que eso explique el resto de la vida. O no encontrar explicaciones.
Recuerdas tu caso?. Cómo lo viviste?. Y tus hijos, ahora?.
Los miserables
Ese es el nombre de una de las obras más conocidas de Víctor Hugo. Dice por allí que “la dicha suprema de la vida es la convicción de que somos amados, amados por nosotros mismos; mejor dicho, amados a pesar de nosotros”.
Mucho más acá de lo que podrían haber pensado los románticos de otros siglos, antes de la profusióntech en nuestras vidas, ejemplos exitosos del presente nos ponen en alerta sobre esto. Stewart Butterfield, creador del gigante de la comunicación profesional Slack, estudió Filosofía; Jack Ma, el CEO de Alibaba, el mercado on line más grande el mundo, dedicó sus horas de estudiante a la Filología inglesa; Susan Wojcicki, la directora ejecutiva de YouTube, es profesora de Historia y Literatura; Brian Chesky, co-fundador del sistema de alojamiento global Airbnb, es graduado en Bellas Artes.
Para qué hago lo que hago?
Sin un quirófano y sin conocimientos de medicina no es posible realizar operaciones quirúrgicas. Sin la maquinaria de construcción y sin los conocimientos de ingeniería no es posible empezar a construir un puente. Claro que el médico se valida en la salud del paciente y su bien-estar, el ingeniero civil en la vivencia cómoda de su cliente en la casa que construyó, el abogado en la tranquilidad de su cliente por la resolución del conflicto que le trajo, el plomero en que la gente no maldice a sus canillas, el mozo en el placer de los comensales que atendió, etc. Muchos saben lo mismo respecto de lo que pueden hacer y cómo. La diferencia está en la conciencia de cada quien sobre para qué hacerlo y cuánto abarca ese proceso, incluyendo (y no solo hasta) el logro de un resultado.
Somos lo que hacemos, siempre. No importa el lado del mostrador que estemos ocupando. Como oferta (proveedores), nuestro servicio es reconocido y elegido por quienes lo encuentren significante para resolver sus necesidades y aspiraciones. Si hallan valor para su calibre de beneficios, ejercen la opción decisiva de compra. Como demanda (clientes), solo basta cambiar de lugar relativo y releer la oración anterior.
El conocimiento y aplicación positiva de las tecnologías, en cualquier dominio, es lo que llamamos competencias técnicas. Estas habilidades resultan necesarias para resolver los «cómo». Es indudable que son esenciales para llevar a cabo con éxito un emprendimiento. Pero en función de un desarrollo comercial, las cosas se complejizan. Así como en el dominio técnico la efectividad es una función de las competencias técnicas, en el dominio comercial la efectividad es una función de las competencias conversacionales. Allí confluyen intereses que es necesario revisar y compatibilizar, trabajando sobre “lo que yo puedo hacer con lo que el otro espera que pase”. Si puedo.
Tú me empatizas
Según Piaget, los niños menores de cinco años no tienen la capacidad de imaginarse la perspectiva de otro porque a esa edad para cada niño el mundo es solo lo que él observa. A los ocho años esto cambia y es posible empezar a imaginar que el otro está viendo desde otra perspectiva. Esta toma de conciencia representa un salto cuántico que permite interpretar, experimentar el mundo desde el punto de vista del otro. A esa edad los seres humanos aprendimos que los demás pueden estar viendo algo distinto. Es quizá por esta toma de conciencia que los niños empiezan a mentir, amparados en que el otro no vio lo que ellos vieron. Sin embargo, muchas personas adultas no son concientes de esta distinción, y lo que observo en mis interacciones con ellas es una generalizada imposibilidad de darse cuenta de que el otro puede ver la situación de una manera distinta y que tenga sentido en esa condición.
Desde esa perspectiva, lo que sostiene siempre vivo al interés por tu carrera profesional es cuánto sirves a otros. Lo mismo aplica a tu carrera laboral. Recibir reconocimientos es tu combustible. Un sueldo también lo es, aunque tal vez de menor calidad. La diferencia está en la potencia que te impulsa en cada caso. Y el resultado es distinto, claro.
Las personas no existen en un vacío.
Todo lo que haces tiene un destinatario. Así como tú lo eres para lo que hacemos algunos de nosotros. En ambos casos, hay escalas de significados respecto de los valores percibidos por tus acciones. Quien observa lo que haces o recibe tu servicio lo califica según sus criterios y sensaciones. Si fueras un martillo, por ejemplo, la gente podría considerar que eres útil para golpear objetos con fiereza, sujetar un clavo en una pared, colgar un cuadro o permitir apreciar esa obra de arte en perspectiva de altura. Y tu venderías tu trabajo a diferentes precios (crecientes) según cómo aprecies lo que estás ofreciendo al cliente.
Si sólo trabajaras de martillo podrías cobrar por una tarea simple, rudimentaria y de escaso valor. Pero la cosa cambia cuando comprendes que el martillo está en un contexto complejo, que es un medio necesario e importante, que requiere pericia y compromiso con los resultados esperados. Entonces, la tarea simple se hace valiosa en y para el proceso. El fruto reconoce a la semilla en la poderosa dimensión de su progreso hasta convertirse en él.
Cuando reduces tu servicio a hacer lo correcto técnicamente, es probable que cada vez lo hagas menos correctamente. Aunque imperceptible, la merma tiene directa relación con tu sensación de “cumplir con lo pedido” y punto. Mientras tanto, otras personas que hacen lo mismo que tú encuentran en cada nueva ocasión un renovado desafío y reviven con él. Y ves cómo progresan.
En la otra cara de la moneda está la percepción ante lo recibido a cambio. Es probable que tú sientas la desmotivación o el agobio por la rutina de tareas y recompensas. Y que el otro agradezca y valore cada nueva oportunidad. Como dice mi coterráneo pelilargo, es una cuestión de actitud.
Ciudad de pobres corazones
Nada de lo que haces responde sólo a tu saber-hacer. También influye (y finalmente es lo que te moviliza) el para-qué-lo-haces. Alguna vez decidiste dar un servicio, algo necesario para alguien, para satisfacer alguna de sus carencias. Y ese alguien, genérico, te eligió como proveedor, considerando lo que ofrecías con un valor suficiente. Ese juego de interacción se repitió muchas veces.
La repetición de una misma acción genera un hábito; en el tiempo, se convierte en una conducta y ésta trae sus resultados y consecuencias. No estás conforme con los resultados de tu trabajo?. Cuál es tu conducta?. Qué hábitos has trazado?. Qué acciones los sostienen?.
Toma perspectiva para observar tu proceso y despégate de los análisis técnicos puntuales. Lo que crees, creas. Si solo crees en lo que haces con tus conocimientos, eso transmites. Y eso vemos de ti. Podemos confiar o no, porque no sabemos de qué hablas. Si crees que tu oferta genera beneficios para nosotros y así lo comunicas, sentidamente, es probable que te compremos con gusto y repetidamente. Comprenderemos que nos traes soluciones. Como haces tu mismo con tus proveedores. Todos elegimos a otras personas cuando creemos en ellas. No compramos lo que ellos venden sino el valor que entendemos de su servicio. Lo que tiene valor para nosotros.
Volviendo al rock-star rosarino, la diferencia la hacen los que vienen a ofrecer su corazón. Entonces, un simple martillo puede permitirme apreciar un cuadro de varios miles de dólares. Y así, cada día podrás salir al sol, a rodar la vida en una rueda mágica.
Somos lo que hacemos. No lo que decimos que hacemos, lo que alguna vez hicimos o lo que queremos que otros vean que hacemos. Así funciona el código humano. La gloria es ser exitosos para nosotros mismos. Y los otros nos eligen (o no) solo por eso. Tan simple como pasa con el amor después del amor.
Oscar Virga Digiuni
Coach profesional
Director ISFE