Probablemente, alguna vez te hayas sentido contrariado cuando, después de haber ayudado, acompañado o facilitado las cosas a alguien de tu cercanía, esa persona no tuvo correspondencia o actitud similar hacia tu persona. Varias emociones desfilaron por el momento: enojo, tristeza, sorpresa, angustia. Tal vez te preguntaste el porqué, buscaste en tu memoria alguna prueba de culpa propia que pudiera justificar aquello o, simplemente, dejaste salir una catarata de malos pensamientos hacia tu “verdugo”. Quizás, hasta lo hayas comentado con alguien más y, lejos de apaciguarte, juntos doblaron la apuesta. “La gente está cada vez peor”, “no hay que hacerle favores a nadie”, “y encima, tienen suerte…”.
En cualquier acto de intercambio hay dos etapas: dar y recibir. No hay más. El acto de dar se completa con su recepción. Se abre allí una posibilidad, y no más que eso, de una futura inversión de roles. Pensar como natural lo que no lo es forma parte de una construcción (o una adopción mental) de un estado mercantilista, utilitario, de tus relaciones. Algo así como que lo que haces tiene precio antes que valor. Entonces calibras lo que viene con la vara de lo que fue. O, tal vez peor, de lo que puede venir. Ese es un vicio muy común de este tiempo: estar atravesado por las expectativas de la propia percepción, anclado en el barro de un río que se mueve con poca fluidez.
El filósofo inglés Thomas Hobbes escribió en su “Leviatán” (1668) que “la vida humana es solitaria, pobre, brutal y breve… Cada quien tiene la libertad de utilizar su poder para garantizar la auto-conservación. Cuando una persona se da cuenta de que no puede seguir viviendo en un estado de guerra civil continua, surge la ley natural que limita al hombre a no realizar ningún acto que atente contra su vida o la de otros. De esto deriva otra ley de la Naturaleza: cada hombre renuncia o transfiere su derecho, mediante un pacto o convenio, a un poder absoluto que le garantice un estado de paz”. Llámalo Dios, Estado… o algún (otro) vicio.
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