Ser Eficiente

Cuando una empresa contrata a una persona suele formalizarse un contrato legal en el que constan las funciones que ésta va a desempeñar y los honorarios que va a percibir por ello. Pero hay otro contrato, que no se firma y del que, normalmente, poco o nada se habla, y es clave en el rendimiento profesional del nuevo empleado. Es el contrato psicológico: un listado de acuerdos tácitos y expectativas que sostiene su motivación para la eficiencia y eficacia en esa organización. Allí hay información recibida, percepciones de la cultura ambiental, desafíos, anhelos y más. Ambas partes lo sellan con sus intenciones.

Ante la pérdida de algo que valoramos como importante, experimentamos un proceso de duelo con varias fases, que van de la sorpresa a la serenidad, pasando por estaciones intermedias: negación, ira, tristeza, miedo, aceptación/ resignación. Dependiendo de la estimación sobre esa pérdida, la templanza de la persona que la sufre y de los apoyos que reciba, ese duelo dura más o menos tiempo y se observa una variada escala de secuelas.

Le sucede a muchas personas que, cuando sienten que se ha dañado o roto su contrato psicológico, se quedan estancadas en la fase de ira. Luego, si no hay canales de descarga rápida, puede que eso se convierta en resentimiento y esa situación comienza a dejar huellas en varios niveles. Por ejemplo en el nivel cognitivo, afectando a la capacidad de atención, la memoria o la toma de decisiones. También, en el afectivo, con influencia en las relaciones o en el estado fisiológico.

Permanecer y transcurrir en una función no siempre es garantía de probidad y eficacia. Puede serlo para la repetición de estándares, pero los seres humanos somos más que la búsqueda de “eso”. La rutina tiene sus propias características, más allá de los tiempos y las formas con que se la enmascare. El sentido de estar en una función, comprender el paraqué y vivirlo a diario, es la única manera de evitar que aquella tome posesión y tiña de gris la escena. De otro modo, la eficiencia per se no es eficaz en el tiempo. Si todo cambia y se mueve, lo que está siempre igual se va quedando…

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Las dos caras de tu moneda

Probablemente, alguna vez te hayas sentido contrariado cuando, después de haber ayudado, acompañado o facilitado las cosas a alguien de tu cercanía, esa persona no tuvo correspondencia o actitud similar hacia tu persona. Varias emociones desfilaron por el momento: enojo, tristeza, sorpresa, angustia. Tal vez te preguntaste el porqué, buscaste en tu memoria alguna prueba de culpa propia que pudiera justificar aquello o, simplemente, dejaste salir una catarata de malos pensamientos hacia tu “verdugo”. Quizás, hasta lo hayas comentado con alguien más y, lejos de apaciguarte, juntos doblaron la apuesta. “La gente está cada vez peor”, “no hay que hacerle favores a nadie”, “y encima, tienen suerte…”.

En cualquier acto de intercambio hay dos etapas: dar y recibir. No hay más. El acto de dar se completa con su recepción. Se abre allí una posibilidad, y no más que eso, de una futura inversión de roles. Pensar como natural lo que no lo es forma parte de una construcción (o una adopción mental) de un estado mercantilista, utilitario, de tus relaciones. Algo así como que lo que haces tiene precio antes que valor. Entonces calibras lo que viene con la vara de lo que fue. O, tal vez peor, de lo que puede venir. Ese es un vicio muy común de este tiempo: estar atravesado por las expectativas de la propia percepción, anclado en el barro de un río que se mueve con poca fluidez.

El filósofo inglés Thomas Hobbes escribió en su “Leviatán” (1668) que “la vida humana es solitaria, pobre, brutal y breve… Cada quien tiene la libertad de utilizar su poder para garantizar la auto-conservación. Cuando una persona se da cuenta de que no puede seguir viviendo en un estado de guerra civil continua, surge la ley  natural que limita al hombre a no realizar ningún acto que atente contra su vida o la de otros. De esto deriva otra ley de la Naturaleza: cada hombre renuncia o transfiere su derecho, mediante un pacto o convenio, a un poder absoluto que le garantice un estado de paz”. Llámalo Dios, Estado… o algún (otro) vicio.
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Emprendabilidad

“La simplicidad es la mayor sofisticación” (Leonardo Da Vinci).

               Nos ha tocado vivir una época muy desafiante. Muchas veces estamos puestos a prueba en situaciones para las que no hemos sido preparados o alertados. El campo laboral-profesional es uno de los más expuestos a las influencias generales, que impactan con lógicas propias y no siempre fácilmente comprensibles.

              Uno de los grandes problemas empresariales del mundo es la tensión entre las necesidades de flexibilidad que tienen todas las organizaciones con las de seguridad y estabilidad que necesitamos los individuos. Cómo manejarnos en esa escena?. Yo creo en una sentencia, no tan novedosa como vigente: nuestra mayor fuente de seguridad no está un empleo garantido por un determinado empleador, sino que proviene de nuestra propia empleabilidad. Esto incluye a nuestro espíritu y dones emprendedores.

              Las posibles causas de pérdida de un empleo o contrato son diversas: reestructuraciones, ahorros de costos, quiebras, incompatibilidades personales, etc.. Sin embargo, a todas ellas las cruza, en algún grado, la escasa o nula aportación de valor profesional percibido por la organización o la contraparte. Es necesario, por tanto, que el profesional diseñe y gestione su propia carrera como si se tratara de un proyecto de emprendeduría. Lo es, bajo todo análisis. Es su emprendabilidad.

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Desde el ambiente educativo, o formativo, en general, han ido surgiendo algunas preguntas que intentan encontrar respuestas a estas inquietudes. Facilitar algunas estrategias y tácticas para mejorar la “construcción” de las personas-profesionales y así aportar a consolidar su integralidad ante los paradigmas emergentes. Para quien pueda, después, ser un ingeniero, un vendedor de salón o un reparador de motores.

 

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